Por Goyo Mateluna

De la UES al Nakasone: crónica de una noche inolvidable


“La amistad mejora la felicidad y disminuye la miseria,
porque a través de la amistad,
las alegrías se duplican y las penas se dividen”.
Cicerón.


A lo largo de varias décadas -aunque esta frase suene de tíos-, la gente de mi Promo, de una u otra manera, mantiene fuertes lazos de amistad, compañerismo y solidaridad. He contrastado esta afirmación con primos, amigos de la universidad, de la maestría, del trabajo, conocidos… y hasta la fecha no encuentro algo parecido al fenómeno Promoción Salesiano 75.

Reflexionaba sobre ésto porque corría el 24 de mayo de 1984 y, como buen hijo de María Auxiliadora, salía de mi trabajo en la fábrica de muebles Estudio 501, en la carretera central, rumbo al encuentro con la procesión mariana. Era alrededor de las siete de la noche, e iba en el taxi pensando que quizá ésta sería una de las últimas veces que asistiría de forma continua a la peregrinación de todos los mayos. Y es que, a partir del primero de junio -faltaban escasos días-, viajaría a Pucallpa para asumir un nuevo puesto en una fábrica de triplay. Estaba convencido de que mi carrera profesional se desarrollaría fuera de Lima, y que desde entonces viviría en la Amazonía peruana. Y así fue.

Luego de la procesión, hacia las diez de la noche, como dignos hijos de María Auxiliadora, nos dirigimos a la Unión de Exalumnos Salesianos (UES) a refrescar nuestras mentes... y nuestros pechos, porque son hogueras de valor, tal como lo señala nuestro solemne himno colegial. Era -y es- el punto de encuentro por excelencia de la hermandad salesiana del país.

Desde que hicimos la cola para ingresar, sentí nuevamente ese fervor colegial entre promociones. Había exalumnos con cinco, quince, cuarenta y hasta sesenta años de egresados del alma máter. Era algo sorprendente, digno de imitar. Nosotros, con apenas veinticinco años de edad en promedio, pensábamos que nos faltaban años luz para estar del otro lado de esa historia.

Como sucedía cada año, debido a la nutrida presencia de miembros de la 75, ocupamos gran parte de la tribuna Oriente de la canchita principal de la UES. Recuerdo haber visto llegar al pie de la tribuna cajas de cerveza, una encima de la otra, que pedíamos por cada ronda. Fue entonces que noté la presencia de compañeros a quienes no veía hacía años: reconocí al “loquito” Oré, al chato Amarillo, al chino Yon, a uno de los hermanos Mercado... y también llegaron patas de promociones mayores: Kiko Cordero de la Promo 73, Iturríos, el cholo La Torre, y uno de los mellizos Lescano de la 74, gente pelotera y amigos de toda la vida.

De las muchas anécdotas de aquella noche, hubo dos que para mí fueron las más jocosas. La primera la protagonizó el chino Roberto, quien rememoró al detalle su famosa estadía en la parte más alta de un cerro, durante el retiro espiritual de 1975 en Huachipa, al que subió para “meditar”. Terminó su relato con la heroica frase que le soltó a Miguelón Croce luego de una espectacular caída, rodando desde la cima hasta la falda del cerro donde se encontraba éste:
—¡Guárdame el paco!

La segunda fue contada por mi querido amigo Dago, el “Salado” Gallardo, quien narró entre risas la serie de accidentes que tuvo durante la etapa escolar, especialmente entre cuarto y quinto de secundaria: desde roturas de cabeza, cortes en codos y heridas en las rodillas. Pero la más increíble fue cuando, durante un entrenamiento con la selección de fútbol, se rompió varios huesos del pie izquierdo. ¿La razón? La pelota rebotó y se fue hacia el campo de atletismo, justo cuando nuestro campeón de lanzamiento de bala, Renzo Rossini, lanzaba su proyectil de más de siete kilos… que aterrizó directo en el pie de Dagoberto. Ese momento de dolor no fue nada gracioso para Dago, claro, pero ya con los años él mismo lo cuenta como hazaña cómica.

Era alrededor de la una de la mañana del 25 de mayo, hora de cierre de la UES, y muchos aún teníamos batería para seguir conversando y tomando unos tragos.
—¿Dónde la seguimos?— fue la pregunta de rigor.

Éramos unos quince sedientos de conversación y de líquido espirituoso.

—Al Superba— dijo el chino Valdez.
—Al Queirolo— propuso el Caballero de los Bares, Pizarrito.
—El Shangay— lanzó Calolo Vera Tudela.
—El Juanito, en Barranco— sugirió el flaco Diez Canseco.
—En Maranga hay una señora que vende chelas baratito nomás— aportó el Vampi Fajardo.

Y entonces, Richard Yarlequé, que escaneaba a todos con la mirada, dijo:
— Vamos al Nakasone, que está cerca.

Nos miramos y, al unísono, aprobamos la propuesta. El Bar Nakasone, si bien no tan antiguo como el Cordano, Superba, Queirolo o Carbone, era también un clásico para los sedientos. Ubicado en la cuadra trece de la avenida Alfonso Ugarte, en Breña -a cinco cuadras de la UES-, se caracterizaba por contar siempre con cervezas frías y por ser guardián del rico patrimonio culinario limeño.

Subí al impecable auto negro de lunas polarizadas de Richard -parecido al famoso Auto Fantástico de la serie de TV- junto con Dago, el chino Lizárraga y Tomasito Villacorta. Poco a poco fueron llegando los demás, hasta que contamos diez cucarachos. Pedimos cerveza Pilsen y piqueo criollo, que cayeron perfectos con la tertulia. Después de varias rondas, pedí la palabra y les conté al grupo que dejaba Lima por un tiempo porque me iba a trabajar a Pucallpa. De inmediato, Calolo propuso un brindis “seco y volteado” por los éxitos que venían.

Se prolongó la juerga. Ya alrededor de las tres de la madrugada, escuchamos ráfagas de bala, ruidosas sirenas y voces con parlantes muy de cerca. Nadie le dio mayor importancia… hasta que el curioso del Currito Turriate salió a la puerta, miró, y regresó al grupo gritando:
—¡Están incendiando El Sexto!

El bar Nakasone estaba justo al frente del penal El Sexto, famoso centro penitenciario de varones. En ese momento, nos enteramos luego por los noticieros, un grupo de más de sesenta reclusos había tomado como rehenes a varios guardias y personal civil. Se armó el tole tole. El dueño del bar, el nisei Nakasone, ordenó bajar las persianas metálicas, previendo lo peligroso de las balas perdidas, y cerrar el local de inmediato. Nosotros queríamos pagar, pero él dijo:
—¡Regresen más tarde a cancelar!

Richard había dejado el Auto Fantástico estacionado justo afuera, en la puerta del Nakasone, en plena avenida Alfonso Ugarte. El estruendo de las balas era cada vez más fuerte. Todos salimos agachados y corriendo. No hubo despedidas. La calle se llenó de patrulleros, bomberos, carros portatropas… incluso algunas tanquetas.

Ya en el carro de Richard, junto con Tomás, y ya por la plaza Bolognesi, entre risas nerviosas y alta adrenalina, sentíamos que habíamos vivido una noche que lo tenía todo: compañerismo, celebración y zozobra… todo en pocas horas. Esa noche, entre carcajadas, brindis y balaceras, reafirmamos que, pase lo que pase, los lazos de la Promo 75 están hechos de acero y... de cerveza bien helada.