Don Rúa, el Padre Mazzocchio y el Misterioso Laboratorio

Por Juan Carlos Cavero

¡Ahí viene Don Rúa! ¡Ahí viene Don Rúa!, era el grito que se escuchaba en el patio de primaria cuando asomaba la figura de este personaje que no era ni cura, ni aspirante (no tenía edad para serlo), coordinador ni profesor. Realmente, pasados tantos años, nunca he sabido quién era esa persona al que todos conocíamos como “Don Rúa”.

Era un anciano (bueno, a esa edad, todo aquel que pasaba los 50 años nos parecía un anciano) que usaba un abrigo de color oscuro, pelo cano que se asomaba por debajo de su clásica gorra de tela de color caqui y una maleta de color negro.

Don Rúa, tomaba con ligero esfuerzo asiento en las gradas de la capilla que se ubicaba en el medio de los dos patios del colegio y sacaba de su maleta una pelotita de goma, de esas que rebotan más que aquella vez que te animaste a declarar tu amor a la chica más linda del barrio y tus ilusiones se quedaron en el camino, al escuchar aquella maldita frase “te quiero como amigo”, y uno tenía que poner cara de “no te preocupes, te entiendo” cuando por dentro pensabas “¡a la ptm! para qué chucha quiero ser tu amigo”; en fin, digresiones momentáneas.

Todos los que cursábamos los primeros grados de primaria estábamos expectantes cuando el buen hombre tomaba la pelotita y, ¡zass! la lanzaba al patio, donde los que ya eran algo mayores correteaban, otros jugaban fulbito con pelota o con chapita y otros ensayaban tiros al aro del tablero de básquet. Es decir, pululaba toda la primaria metidos en sus pasatiempos favoritos.

Y al medio de todo ese enjambre de revoltosos Don Rúa dirigía la pelotita de goma y allí partíamos prestos a cogerla. No faltaba el pendenciero al que le caía de casualidad y la lanzaba aún más lejos con lo que la recua (en ese momento ese era nuestro proyecto Mauchiano de vida y no lo sabíamos) se dirigía, cual enjambre, a su captura.

Finalmente, luego de varios minutos donde los empujones, las caídas, las contusiones eran un encanto, un sobreviviente de tamaño hervidero, llegaba magullado donde Don Rúa, y le entregaba la dichosa pelotita. Entonces, ocurría la magia. El anciano sacaba de su maleta una estampita de Don Bosco, Domingo Savio o la mismísima María Auxiliadora y se la obsequiaba no sin antes pasar su mano por la sudada cabeza del ganador en señal de aprobación y el afortunado sentía que se había ganado el premio mayor. Yo tuve la oportunidad de ganarme una estampita de María Auxiliadora y recuerdo haberla conservado largo tiempo. Todo era tan simple, caray. Como siempre digo, éramos tan felices y no lo sabíamos.

Había muchas historias alrededor del personaje, pero yo creo que Don Rúa debe haber sido propietario de un policlínico cerca del colegio donde atendía todas las lesiones que ocasionaba él y su pinche pelotita pues, de esa manera, tenía asegurados a sus futuros pacientes.

El padre Francisco Mazzocchio era todo un personaje. Ingresaba a los salones, no recuerdo si a la hora de religión o en la hora denominada de “estudio” y nos hablaba de muchas cosas.

La leyenda urbana indicaba que había conocido a Don Bosco y que fue compañero de carpeta de Domingo Savio. Luego, con el tiempo supe que había sido director del colegio entre 1941 y 1947, que había nacido en 1887 y fallecido en 1977, a los 90 años.

El propio padre decía que había estado en la guerra mejicana y que una medalla de María Auxiliadora lo había salvado de un impío balazo. Ese milagro lo hizo ser sacerdote de Don Bosco.

Yo atesoro un lindo recuerdo del reverendo padre Mazzocchio. En una clase sacó su pañuelo y le dio la forma de un conejo. Todos estábamos expectantes. Una vez terminado lo puso encima de su palma luego se acercó a mi carpeta y me dijo que pase mi mano por el lomo del “conejo”, así lo hice y con su dedo medio hizo brincar al conejo. Todos nos sorprendimos ante la ocurrencia y él, riendo, dijo “miren, el conejo está vivo”. Todos compartimos su risa y aplaudimos, entonces el buen cura continuó diciendo. “¿Sabían que los científicos han creado en el laboratorio un huevo, con las mismas propiedades, el mismo tamaño, con cáscara y el mismo color? ¿No es eso maravilloso?, preguntó”.

Todos asentimos y el Padre Mazzocchio preguntó, ¿pero saben qué no han podido hacer los científicos”? …. Silencio total. El buen cura también lo hizo por unos segundos que parecieron interminables. Finalmente dijo. “De ese huevo creado por el hombre no puede nacer un pollito, porque eso, hijos, es sólo obra de Dios. Dios es el único creador de la vida. Mi conejo de tela es sólo un juego, nadie puede hacer la obra de Dios”.

Han pasado tantos años y aún me emociona recordar ese momento. Era tan simple lo que dijo, pero tan aleccionador en lo espiritual que nunca he de olvidarlo.

Camino al Politécnico, en los pabellones antiguos del colegio (habría que hacer un recorrido por allí, sería increíble conocer todo lo que contienen) había diversos ambientes, un patio muy antiguo con una cancha de fulbito de cemento. Una inmensa cancha de tierra en la que supongo no debía ser muy cómodo jugar al fútbol, un comedor, el patio principal del Politécnico que es una joya de arquitectura y estaba reservado para ocasiones especiales. En una de esas, para el día del Papa, fue la escolta del Colegio Sophianum que alteró a todo el gallinero. También se ubicaba el teatro (“Tiatro”). Hacia el final del trayecto se ubicaba la entrada lateral de la basílica, así como unas gradas que se dirigían hacia un sótano en el que dizque se situaban las catacumbas y unas escaleras interminables que conducían a los emplazamientos de los dos coros, uno a cada lado de las naves de la basílica, donde recuerdo que nos llevaron los curas para una misa cuando estábamos en tercero de primaria.

Es en aquella parte antigua del colegio donde se ubicaba el laboratorio, pero no era cualquier laboratorio. Era toda una experiencia visitarlo.

Recuerdo aquella vez en que nos llevaron para asistir a una clase de química. El olor era indescriptible. Era un olor a misterio (si es que existe, pero no sé cómo describirlo más adecuadamente). Por donde uno mirara encontraba animales disecados, tubos de ensayo, maquetas y estantes llenos de libros. El piso era de madera y el crujir que acompañaba a nuestros pasos añadía más intensidad a la experiencia. El techo era extremadamente alto, la luz tenue, las cortinas de color negro y allí, en medio de todo ese escenario sobrecogedor, estaba un cura (nunca supe como se llamaba) que, ataviado con su clásica sotana negra y sus lentes de montura del mismo color de la sotana, nos dio la bienvenida.

Luego de una breve introducción empezó a enseñarnos no sé qué ni para qué. Yo andaba absorto en aquel recinto.

El tipo pasó varios minutos vaciando líquidos de un tubo de ensayo a otro, de allí a una probeta, luego a un embudo y entretanto el ambiente se empezaba a llenar de humo.

La verdad no creo haber sido el único que se andaba preguntando si el cura enajenado ese sabía realmente lo que estaba mezclando pues, de fallarle la pócima, lo más probable era que estallaríamos todos, él con su sotana y sus lentes y nosotros con nuestro horrible uniforme plomo rata.

También volaría de lo lindo un cóndor disecado con sus alas totalmente desplegadas que realmente estremecía y que te miraba fijamente con sus ojos de vidrio como sabiendo cuantas veces te habías masturbado la noche anterior e incluso si tu “cometeada” fue con la imagen de Laura Antonelli o de Edwige Fenech.

El cura terminó su experimento. Nunca supe que quiso comprobar pero lo bueno es que no pasó nada grave y felizmente sobrevivimos para contarlo.