Corría el año 1975, nuestro último año de vida escolar, año en
el que acontecieron estos “fenómenos paranormales”. Para entrar
en contexto, comenzaré por ubicar el escenario de los hechos:
Nuestra institución consta de 2 patios (uno de Primaria y el otro
de Secundaria), ambos separados por un extenso pabellón, que
alberga: los servicios higiénicos, una capilla con puertas de
ingreso orientadas para ambos patios, una cocina-comedor para los
sacerdotes y el afamado mega kiosko, administrado por Don Salas, del
cual éramos conspicuos parroquianos.
Ahora bien, hecha
esta presentación, entramos en materia, los fantasmagóricos sucesos
tuvieron incidencia en la austera capilla; austera por su
ornamentación de imágenes religiosas y mobiliario. Lo justo: bancas
para los feligreses, una mesa ancha convertida en altar y vestida con
un amplio mantel blanco con el ruedo rozando el piso y 2 vetustos
armarios (uno para el vestuario sacerdotal y el otro contenía
hostias y botellas de vino para la misa).
En esta capilla se
oficiaban los servicios religiosos mensuales por secciones, a ambos
Niveles educativos. Al respecto, nuestro último año de estudios
pasó por muchas vicisitudes en el desarrollo de las sesiones
litúrgicas. El punto de quiebre radicaba en la confesión de los
pecados y la santa comunión, pues había un marcado ausentismo.
Nosotros llamados a ser “soldados de Cristo” parecíamos
desertores. Nos volvíamos reacios (palabreja muy cara y
consuetudinaria en labios del buen Profesor Wenceslao Moisés) a
comentar, con el sacerdote confesor, nuestras prácticas solitarias
de íntimo alivio. Resultaba incómodo hablar con un extraño de las
propias flaquezas humanas. Notorio ausentismo confesional acarreaba,
en consecuencia, estar negados e inválidos para recibir la sacra
comunión. Este acto de desobediencia sacramental, no pasó
inadvertido para nuestro R.P. Mario Mosto (famoso tanto por su
bondad, como por su poca paciencia ante la insubordinación), siendo
testigo presencial de tamaña omisión, estalló en plena misa,
motejándonos de “fariseos” e “impíos” y hecho todo un “Rabí
de Galilea” nos expulsó del templo, diciendo: “¡¡Vayan a sus
aulas a escuchar clases, aquí ya no tienen nada que hacer, majaderos!!" Dando así, la accidentada misa, por finalizada.
Queridos lectores,
corramos el benévolo velo de la indulgencia para cubrir nuestro
involuntario desacierto colectivo…
Bien, regresando a
nuestro tenebroso tema, durante los recreos ambas puertas de la
Capilla estaban abiertas de par en par, a fin de facilitar un lugar
adecuado para nuestras “diarias oraciones”. Práctica más asidua
en los niños de Primaria. Mientras que los estudiantes de Secundaria
preferíamos armar amenas tertulias en este apacible y amable
recinto. Otros lo utilizaban como clandestino pasaje para alcanzar el
patio contrario. Pero, un ignoto día, comenzó a correr el rumor,
principalmente en Primaria, que se escuchaban sonidos extraños,
voces y carcajadas apagadas dentro de la capilla… sin saber de
dónde venían, ni quién las profería. La conclusión era evidente,
estaban penando y la Capilla estaba poseída. El rumor fue creciendo
y en Primaria era “vox populi” que reinaban los espíritus
chocarreros en el, otrora, sacro lugar. Los niños de Primaria,
dominados por el miedo, preferían rezar en el umbral a ingresar
temerariamente en la capilla. Pero “no hay mal que dure cien años…
ni rumor que lo resista”. Así, un buen día, un sacerdote
(posible “aprendiz de exorcista”) acudió durante el recreo a
la capilla para realizar sus plegarias, tomando ubicación junto al
altar. Cuál no sería su asombro, al empezar sus rezos, comenzar a
escuchar ruidos y murmullos perturbadores. Al principio, sudó frío
para luego, medianamente repuesto, exhortar a la “entidad” a que se
hiciera presente. La respuesta fue silencio, después sonidos que
provenían dentro del altar. Tomando valor, desveló el mantel del
altar con violencia y ante su estupor, descubrió a dos estudiantes
debajo de la mesa, ¡¡libando sendas botellas de vino!!
El develado mantel
yacía en el piso, los muchachos pillados en flagrante culpa y las
botellas vacías, mudos testigos, componían una escena singular y a
la vez, censurable. El valeroso cura, todavía presa de asombro e
indignación, se aprestaba a pronunciar la temida excomunión cuando los pseudos fantasmas, movidos por sobrehumana energía, se
levantaron de la incómoda postura y, antes de ser plenamente
identificados y atajados, pusieron pies en polvorosa. Uno, el más
fornido, tomó la puerta de Secundaria y al mejor estilo de Usain
Bolt, desapareció físicamente. El otro, de apariencia esmirriada,
cual leve brisa, cogió el portal de Primaria, no sin antes, hipar
sonoramente.
El sacerdote fue
encontrado, por sus compañeros, atónito. Balbuceaba sinsentidos,
ora sobre herejías, ora sobre bucéfalos que lo habían atropellado.
Jamás volvió a ser el de antes, se convirtió en un ser melancólico
y taciturno. Comentan, sin confirmar, que a todo templo que acudía,
cogió la manía de dirigirse al altar y levantar el correspondiente
mantel… ¡¡Qué extraño hábito!!
Se preguntarán
ustedes, queridos amigos. ¿¿Quiénes fueron estos personajes de ésta tan
espirituosa anécdota??
Tan cierto es que la
anécdota sucedió, pues me la contaron, entre carcajadas, los
propios actores. Así que no cometo ninguna infidencia, estando en
plena libertad de escribir sus nombres y apellidos. Ambos pertenecían
a nuestra gloriosa Promoción. Ambos formaban una mítica dupla,
mismos Batman y Robin, el Llanero Solitario y Toro, el Avispón Verde
y Kato o Stan Laurel y Ollie Hardy. Sin más preámbulos, nuestros
egregios héroes eran: El bólido y entrañable amigo ausente, Miguel
Ángel Chávez y su fiel escudero, Eduardo “Toto” Arévalo Chong.
Dos prohombres, dos adelantados a su época que nacieron sabios en el
Arte de Vivir la Vida. ¡¡Vaya hacia ellos este humilde homenaje!!
“Cosas de Orinoco…
”