Incurable Bronquitis...
Por Carlos Velarde
Campo de Marte tiene una significación privativa para todos los Salesianos breñenses que protagonizaron, espectaron o fueron enterados del proceso que, en última instancia, dirime las serias diferencias que no tarda en generar la obligatoria convivencia escolar: La Bronca (con mayúscula, por respeto a su jeraquía y por la trascendencia que genera), inevitable ante un suficiente “pa´ la salida…”; poderoso, convencional y ancestral reto.
Así, tarde o temprano la mayoría de colegiales experimentábamos el duelo criollo, callejero, de machos. Cuestión de honor que no entendían curas, profesores, la vecindad. ¡¡¡Qué iban a entender!!! Para ellos uno tenía que asumir ser lorna o marica; aguantarse la ofensa y seguir exponiéndose a la sumisión vergonzosa, a continuas bromas groseras y pesadas.
A propósito de “bromas pesadas”, recuerdo, con tardío arrepentimiento, haber ocupado alguna de esas horas libres dentro del horario escolar (ingenuamente llamadas hora de “Estudio”) en “joder” (sí, en JODER) de manera gratuita e insistente a nuestro buen compañero el negrito Leyva; con quien compartíamos la misma sección.
El negrito Leyva, siempre jovial, demostraba buenos modales. Muy correcto al expresarse; incapaz de cualquier agravio o molestia para con nadie. Dominaba el Inglés a nivel profesor; siempre solícito a colaborar en favor de quienes tenían problemas con la lengua de Shakespeare.
Lamentablemente ese día y en esa hora de Estudio, mi cerebro holgazán fue invadido por el aburrimiento, amalgamado sórdidamente con la perversidad. Resulta que un incentivo palpitaba en mi bolsillo derecho. La ocurrencia improvisada me sugirió extraer la onda que traía guardada desde casa. Una onda de esas sin horqueta, jebe puro de cámara de llanta y cuero de apoyo para el proyectil que, modestia de lado, yo sabía dominar.
Era el momento de repasar mi puntería. De principio pensé en pedazos de tiza como una suerte de balas goma. Sin embargo, el sentido común me aconsejó desistir porque la tiza es tiza y, a velocidad de honda, se potencia el impacto y la bromita podría haber terminado en indeseada tragedia.
Surgió otra idea menos letal: pelotas de papel cuaderno, comprimidas a puño y de peso uniforme.
Así fue y comenzó el tiroteo. Leyva ni puta idea de lo que se le venía. El Negrito se convirtió en “el blanco” y las pelotas de papel volaban raudas, una tras otra con intervalos de la carga de onda. ¡¡¡Zoom!!! ¡¡¡Zoom!!! ¡¡¡Zoom!!!, todas al cuerpo, sin fallar. No faltaron las cachosas risas de los carboneros circunstanciales que azuzaban la bronca provocando que la cólera de Leyva fuera in crescendo.
Confieso que fui impertinente, majadero, chapucero, abusivo, patán, execrable, barriobajero, mentecato, pelmazo, tocapelotas, bellaco, fulastre, lacerante, agresivo, pérfido; pero también se acercaba la firme reacción de Leyva; tan natural y previsible como la tercera ley de Newton.
En efecto, terminada la hora de Estudio con anuncio de timbre, el negrito Leyva se me acercó con marcada decisión y evidente enfado: “ya te divertiste ctm; ahora me toca a mí”. “Búscame a la salida”, respondí.
La Bronca estaba declarada. Era tácito, implícito, entendido, que nuestro encuentro sería en Campo de Marte. Solo quedaba esperar a la salida.
Última timbrada, fin de la jornada. El trayecto hacia Campo de Marte me era conocido y particularmente familiar pues nos conducía diariamente al paradero del Bussing 59-A; de retorno a casa. Cruzando la Brasil, desde el portón de salida, nos esperaba la Av. Cervantes. Fuimos avanzando (quien escribe ésto y sus más allegados), notando -como nunca- una exagerada cantidad de plomos peatones salesianos en nuestra misma dirección. “Se han enterado de la bronca”, dijo alguien. “Pero, ¿¿¿tantos???”, dijo otro. “Quizás hay otra bronca más”. Pero no, no había más broncas pactadas. La de Leyva conmigo era la única.
Llegamos al parque, caminamos hacia el centro del jardín y nos liamos a golpes. Percibí que ninguno de los dos revelábamos intención de lastimar al rival y, de un momento a otro, de manera silente y consensuada paramos la bronca. Cada quien se fue por su lado, de retorno a casa. La muchedumbre de sapos se fue borrando y todo quedó en paz (aparentemente).
Al día siguiente, muy temprano y ya en clase, hicieron llamar al negrito Leyva desde la Dirección de Secundaria a cargo del Profesor Fernando Gárate. Éste había sido informado -en el momento mismo- por medio de llamadas telefónicas anónimas con acusaciones escanciadas por diversos vecinos tiradedo, sobre un escandaloso y numerosísimo desfile de alumnos en dirección a Campo de Marte. Para Gárate estaba claro: Hubo una bronca. Ya tenía a Leyva y solo faltaba encontrar al otro bronquero. Leyva finalmente tuvo que soltar mi nombre y de inmediato Gárate me hizo llamar.
Encontré a Leyva en la Dirección y nos saludamos como siempre. Nada teníamos ya uno en contra del otro. Por el contrario, se venía el castigo y nos sentimos mutuamente identificados.
Ese era el último día de clases. Al día siguiente iniciaban las vacaciones de medio año. Gárate nos empujó una Papeleta de Suspensión para cada uno, con la advertencia que debían ser firmadas por nuestros padres y entregadas a la Dirección al retorno de nuestras vacaciones. Salimos juntos Leyva y yo, nos sentíamos “en el dolor hermanos” y nos despedimos.
Dejé correr mis vacaciones ocultando en casa la historia y existencia de la Papeleta; pero una cándida confidencia que le hiciera yo a mi hermano terminó por llegar a oídos de mi viejita en modo denuncia light.
Al día siguiente mi Madre me llamó a su lado y en frente de mi viejo -como gallo partidor- me soltó en la cancha: “Cuéntale a tu Papá lo que ha pasado en el Colegio” (y pensé, gracias Mamá por joderme las vacaciones). No tuve más alternativa que contarle al viejo lo de la bronca y todo el rollo que venía ocultando. Le entregué la Papeleta, la leyó con rostro adusto (me recagué, pensé) y me preguntó: ¿¿¿Quién te ha extendido esta Papeleta??? “Fernando Gárate, el Coordinador de mi grado y encargado de la Disciplina en Secundaria”, le respondí.
Mi viejo se iba transformando, la furia se descubría en su rostro; yo me sentía perdido y pensé lo peor. De inmediato, cogió el lapicero y antes de firmar la Papeleta reclamó con visible enojo: “Y ese Gárate, acaso ¿¿¿nunca en su vida se ha trompeado??? ¡¡¡Que no joda carajo !!!” Firmó la Papeleta y todo acabó.