por Carlos Velarde Villar

La Mano Amiga

Los años de obligatoria convivencia en el Colegio semillan -entre otras cosas- el compañerismo, la empatía, la amistad, la colaboración, la identidad, la sensibilidad, la solidaridad y muchas otras capacidades espontáneas y propias de nuestra naturaleza humana.


Nuestras horas diarias en las aulas eran más que las horas en casa; ésto es, si se trata de tiempo estricto de interacción social, excluyendo las horas de sueño. En consecuencia, por una suerte de mimetización social y fuerza de costumbre, alcanzamos en el Colegio ese estatus de Familia, sin serlo legítimamente.

El Compañerismo que se nos inculca desde temprana edad, crece a niveles propios de encomio y de auténtica fraternidad, al punto que -en casos extremos- el riesgo o peligro a correr por cuenta ajena, son insustanciales.

En esa suerte de Código escolar se desarrolla uno de los implícitos deberes de particular lealtad, difícil o imposible de cuestionar: la Soplada en los exámenes. El fuerte (chancón) ayudando al débil (el soplado), indeclinable mandamiento mundano bajo sanción moral en el improbable caso de traición o desentendimiento.

La costumbre ha impuesto -por necesidad- diversos modos o variables en esta práctica socorrista; pues, en sentido estricto, la soplada bien podía funcionar con la tradicional transmisión oral; como también mediante mensaje escrito (papelitos aéreos).

En sentido amplio, en cambio, el más arriesgado de los métodos -por sustitución del agente- suponía el intercambio de personas: “soplado por chancón”; siendo este último quien resolvería en forma efectiva la prueba o examen, asumiendo falsamente la identidad del soplado. Pero también esta sustitución podría ser bilateral: Chancón por Soplado Soplado por Chancón; es decir, ambos rinden la prueba pero con los nombres recíprocamente trocados.

Recuerdo haber usado una vez el método de sustitución trocado. Fue en Quinto de Media a instancia de Carlos Torres Castañeda -mi amigo y compañero de aula- para la prueba final del año. Se trataba del curso Inglés que yo tenía ya aprobado sin necesidad de rendir el examen final. Para este propósito ambos convenimos en colocar, cada quien, el nombre del otro en la prueba a rendir; de modo tal que mi nota sería la de Torres y la nota que él alcanzara sería la mía.

Pese a que de modo torpe y de manera suicida Torres, contrariamente a lo acordado, colocó por costumbre su propio nombre en la prueba. Burrada que -una vez detectada- corrigió con un desesperado, sospechoso y grotesco tachón. El plan funcionó con eficacia pues supe responder con acierto la prueba que signé como Carlos Torres Castañeda, quien -finalmente- aprobó el curso.

Pero como el redondo mundo da vueltas y como la vida te lleva de abajo hacia arriba, y viceversa; la condición de Chancón suele ser igualmente oscilante y relativa.

Uno de los cursos que perseguían mis sueños para cuadricularlos en pesadilla impía era, entre otros, Física. Una difícil materia a cargo de nuestro simpático pero sosegado y pusilánime Profesor Ramos -de figura inofensiva y de carácter manso- cuya debilidad de carácter invitaba a la abulia. Una asignatura particularmente tediosa, incomprensible y enmarañada que mi vocación se resistía a conciliar; tanto como la Química, la Trigonometría, la Geometría del Espacio y las Matemáticas, en general.

Desafortunadamente, esta ojeriza venida de nacimiento me llevó al descuido de la Física y me pasó Factura vía mis calificaciones parciales del bimestre. No éramos pocos los desaprobados y nuestras libretas de notas se veían amenazadas con inminentes y vergonzantes guarismos rojos. Sin embargo, el Profesor Ramos -en disposición de su noble generosidad- nos concedió la opción de un examen sustitutorio.

A la sazón, el proyecto de nuestro Viaje de Promoción caminaba rápidamente y, como es de esperar, nuestros Padres andaban atentos a todos los pormenores. Para mi caso, el Viaje de Promoción me fue parentalmente condicionado a una libreta de notas que refleje un bimestre invicto, azul, sin feriados.

En mi fuero interno reconocía honestamente que mi aptitud para Física no alcanzaba a superar el cero por nota. La desesperanza me generó depresiva frustración, pero mi indomable obstinación por el viaje puso en marcha mi torcida imaginación.

Así, evaluando alternativas, experiencias, maña y demás; caí en cuenta que la situación ameritaba una solución extrema y osada: v.g. Chancón por Soplado.

En mi condición circunstancial de Soplado, no me fue nada difícil identificar en Ángel Moyano a uno de los menos preocupados por las notas de Física, debido a su asombroso dominio del curso en particular y de los números en general; a más de su incondicional amistad que hasta la fecha felizmente perdura.

La aceptación de Ángel no se hizo esperar aún cuando la idea de la suplantación ofrecía latente peligro de ser descubierta. Una amistad a toda prueba.

El examen sustitutorio de Física fue programado para un día particular, en la tarde; luego de haber concluido las actividades del día y previo almuerzo de cada quien en sus respectivos hogares.

Para no demorar mi ida y vuelta desde y hacia el Colegio y por motivos de la considerable distancia, opté por coordinar con mi primo Roberto Tizón (igualmente jalado y sin esperanzas) a fin de almorzar juntos en su casa de Lince y retornar desde allí.

Reunidos nuevamente en las afueras del Colegio y siendo ya la hora de la prueba de redención, mi primo y yo despedimos a Ángel quien ingresó al Colegio por la puerta peatonal de la Av. Brasil. Roberto y yo quedaríamos esperando en una bodega, al frente del Colegio.

Tenía plena seguridad de que Ángel me devolvería la ansiada certeza de ir en Viaje de Promoción.

No pasó mucho tiempo desde que Ángel ingresó al Colegio y lo vimos salir algo preocupado y medio apenado. Cruzó la Brasil y nos dio alcance: “El profesor Ramos me vio sentado en el salón cuando empezó el examen, me reconoció y dijo: Moyano, Usted está bien en mi Curso. No necesita dar este examen.” No tuvo más alternativa que abandonar el salón.

Por un momento se me vino en caída libre todo el viaje de Promoción y me invadió la insufrible carga que genera un curso pendiente de subsanar post vacaciones de fin de año.

Sin embargo, Ángel demostró -una vez más- ser perspicaz y osado. Nos contó tener anotadas las preguntas del examen (que eran pocas, en modo problemas que resolver); al tiempo que nos propuso desarrollar él la prueba en ese mismo instante, colocarle yo el nombre y entrar al Colegio para ver la forma de filtrarla entre los demás exámenes en camino a calificación. Así se hizo, y no solamente con mi prueba, sino que también Roberto, entusiasmado, se sumó al plan.

Ángel nos advirtió que -obviamente- él no podía regresar; pero nos explicó que la prueba se estaba desarrollando en nuestro mismo salón; que nos ubiquemos cerca y atentos para infiltrar las pruebas tan pronto como acabe el examen.

Ingresamos con las dos pruebas listas y las cosas fueron saliendo como habíamos previsto. Minutos antes del final, me acerqué por las ventanas amplias que dan al único ingreso vehicular. Pude ver, por la movilización de los examinandos, que la prueba ya había concluido, lo que causó una oportuna confusión por las entregas de los exámenes y la salida de quienes abandonaban el salón. En el estrecho momento que tenía yo disponible, pude distinguir a nuestro queridísimo compañero Luis Aguilar -moreno extremadamente pacífico, colaborador, inofensivo hasta no más y ajeno por completo a inconductas- quien se desplazaba recogiendo las pruebas terminadas de los que aún quedaban en el salón. Improvisé algunas señales prudentes de mi presencia fuera del salón y di gestual aviso de mi ruego por incluir también nuestras pruebas furtivas, clandestinas pero vitales.

Luis Aguilar astutamente fingió no haberme visto, se iba acercando mientras recogía las entregas y, al llegar a la altura de mi ubicación, se aproximó a la ventana para manipular rápida y hábilmente la palanca del vitroven por donde extendió su largo brazo y generosa mano en señal de recepción apurada, cogió los papeles y continuó con la recolección de pruebas. Aguilar, con su buen corazón y su mano amiga, nos incluyó de facto en la lista de los redimidos para el único curso que me tenía afligido e impaciente.

Confieso no experimentar en absoluto el mínimo sentimiento de compunción, arrepentimiento, vergüenza ni mucho menos; por el contrario, considero válido haber salido de esta forma en un curso que jamás me inspiró vocación y, por tanto, no me sería útil en aquel momento como no lo es hasta la actualidad y no lo será nunca; porque así lo decidí.

Me quedo sí, con el recuerdo fresco, cautivador y aleccionador por esas manos amigas de quienes tuve la suerte de conocer en mi Colegio y que de manera incondicional y fraterna me asistieron en momentos arduos.