Carlos Velarde Villar

La Precocidad de los Maestros

Los años 60´s dejaron un recuerdo notorio y global de los Beatles, los hippies, el primer alunizaje, Woodstock, la minifalda y los pantalones acampanados, las series de TV tan divertidas como inocuas que invadieron las programaciones en nuestro país y en muchos otros más: Batman, Avispón Verde, Túnel del Tiempo, Hechizada, Bonanza, Locos Adams, La Familia Monster, Mi Bella Genio, Gran Chaparral, Perdidos en el Espacio y otras, a las que se suman innumerables series de dibujos animados; que, de una u otra forma, sembraron valores que hemos cultivado y nutrieron nuestra formación moral.
En aquel entonces las normas de convivencia eran mayormente exigentes y conminaban así a la prudencia, mesura, recato y decoro; mientras que los medios de comunicación y de difusión fueron asaz inflexibles contra cualquier atisbo de desborde moral. Impensable, para la época, cualquier forma de expresión vulgar, soez, obscena o siquiera de doble sentido en horario infantil.
En la Promoción somos un número importante de compañeros coetáneos cuya niñez encajó -de principio a fin- en la década de los 60´s. Hemos crecido impregnados de valores ancestrales que cimentaron nuestra formación salesiana.
1970 fue para mí un año variopinto -por llamarlo de alguna manera- debido a las diversas experiencias que fueron cerrando destacadamente una etapa de mi vida, para estrenar de pronto el mundo ignoto y seductor de la adolescencia. En lo particular, fue el año en que decidí prematura e irreversiblemente mi vocación por el Derecho y cerré la fase de mi educación primaria.
Fue también el año del infausto terremoto de Huaraz, que remeció colateralmente a Lima y que causó fuerte impresión a propios y extraños, a más de un sentimiento de desdicha y pérdida total. A mis 10 años comprendí que las desgracias no se vienen con miramientos y que el Perú era tristemente vulnerable, pues ya habíamos soportado la vejación de un golpe militar que nos sentenció a la ruina.
Sin embargo, asumo que, por compensación natural, 1970 significó la satisfacción y regocijo de estar representados en el Mundial de Futbol-México 70; bálsamo para el alma que nos mantuvo engañosamente sosegados por un tiempo.
Así, luego de dos años de haberme iniciado en el Salesiano, en 1970 accedí por constancia y mérito propio al 5° Año “A” de Primaria; cuyo Tutor fue mi primera seria impresión. Se trataba del Profesor Miguel Vásquez Torres; un personaje extrovertido, presuntuoso y singular. Altivo hasta no más, quizás por el orgullo manifiesto de su origen arequipeño.
El Profesor Vásquez infundía la autoestima, la valoración personal, la vergüenza deportiva, la tenacidad y ufanía; al tiempo que rescataba los buenos sentimientos, mostrándose siempre un adepto de la honestidad.
Por momentos sus reacciones eran sorpresivas y temerosamente explosivas, causando innecesario pavor para nuestra corta edad; sin embargo, esta inconducta resultó ser ritualista y terminó pintándose como familiar y resignadamente llevadera.
1970 significaba no solo la culminación de los estudios primarios y nuestro cercano ingreso a nuevos ambientes físicos del Colegio con gente mayor, sino también el preludio de un interesante y privilegiado estatus que nos esperaba en secundaria.
Como antecedente de mi paso por la primaria, he de mencionar que mis compañeros solían identificarme por una perceptible inclinación al dibujo, algo que me vino desde siempre, conforme me delataba una irreverente emulación de arte rupestre en mi casa de San Miguel, cuyas paredes fueron mi primer lienzo, como también significó mi primera carajeada por pintorrear donde no debía. Sin embargo, algo debió llamar la atención de mis viejos, ya que las reprimendas de principio fueron transmutadas en elogios posteriores, para luego ir traduciéndose en estímulos; como la compra de lápices carboncillo, lápices de colores, cartulinas, acuarelas, paletas, pinceles, libros para colorear y un mediano etcétera.
Mi Padre nunca perdía oportunidad para incentivar mi afición y desarrollarla cada vez mejor. Me alimentaba con insumos y suministros para dibujar, así como modelos para copiar o remedar de alguna forma.
Un día como tantos de 1970, el viejo llegó a casa portando un calendario de escritorio que en cada una de sus doce hojas exhibía diversas y magistrales pinturas del reconocido artista peruano Alberto Vargas; conocido por su afamada producción las “Vargas Girls”, simpática colección de bellezas norteamericanas de apariencia sensual y vestidos breves, pero sin llegar en ningún caso al desnudo, menos aún a la obscenidad. Me las mostró para compartir lo magistral de cada pintura, tan bien logradas y atractivas como si fueran fotografías.
Poco tiempo después, se me ocurrió adornar un porta carnets de mi uso (esos de mica transparente y cubierta de colores cuya venta abundaba en la Av. Abancay), para cuyo propósito escogí una de las pinturas de nuestro calendario Vargas Girls en la que se veía una bonita chica sentada, insinuando haberse dado un reciente baño, con el cuerpo suficientemente cubierto por una toalla anudada y una segunda toalla enrollada en la cabeza.
Como un sello de personalidad, antes de colocar la figura en el porta carnets, decidí recortar los bordes con una tijera zig zag que teníamos en casa.
Así, empecé a portar la foto de la Chica Vargas y, de la manera más inocente, la exhibía a veces entre los amigos de mi edad. En buena cuenta, nuestra admiración no pasaba de ser una sencilla contemplación “con ojos de niños”, aún distantes de la adolescencia.
Pero como toda novedad -llegado un momento- pasa de moda y cansa, con el transcurrir de los días comenté con uno de mis compañeros del 5° “A”, mi intención de dar de baja a la pinturita que adornaba silenciosa y lealmente mi porta carnets. Esto le sonó a mi amiguito como una posibilidad de heredar mi Vargas Girl y, sin pensarlo dos veces, concretamos la transferencia.
Ese mismo día, luego del recreo y antes de que el Profesor Vásquez retornara, hizo su ingreso al salón de clases nuestro Director de Disciplina - Primaria, Sr. Enrique Bonastre; español de mirada severa tras sus lentes perennes, de gesto adusto y -como siempre- vistiendo de oscuro.
Visiblemente incómodo –luego de haber escudriñado el escritorio del Profesor Vásquez- lanzó a la clase una pregunta de contenido tan sorpresivo como incomprensible: “¿Quién cogió la pornografía que estaba sobre este escritorio?”
Fue la primera vez que yo escuchaba la palabreja “pornografía” y, obviamente, decidí que el asunto no era, ni por asomo, de mi incumbencia.
Pero como la pregunta seguía flotando en el ambiente sin que nadie se inmutara, comprendí entonces que a todos nos asistía exactamente la misma ignorancia frente a la palabreja de marras. Tanto así que el Sr. Bonastre, en su afán de recuperar la figurita confiscada a mi amiguito, tuvo que recurrir a la descripción gráfica con la asistencia de un dibujo.
Rápidamente dirigió a la pizarra su mano derecha cargada con una tiza blanca y trazó una figura rectangular con los bordes zigzagueados; detallando con voz grave: “Una figura con esta forma”.
De inmediato reconocí mi figurita y me quedé congelado. En mi mente pasé fugazmente de un “no ser de mi incumbencia” a un incuestionable “te jodiste”.
Sin embargo, en mi consciencia no albergaba el mínimo sentido de culpa ni nada por el estilo, porque la procedencia de la figura censurada era un asunto familiar derivado de una sana intención de mi Padre para aprender yo técnicas válidas de dibujo y pintura. Además y -para el caso- la acepción “pornografía”, que ya empezaba yo a entender, sólo podía caber en la mente de gente mayor contaminada de cucufatería y descalibrado criterio.
La misteriosa desaparición de la susodicha figurita desencadenó la piconería de Bonastre y, luego, del Profesor Vásquez. No tenían ya la prueba del pecado pero sí al pecador; de manera que mi amiguito “el heredero” fue amedrentado para aflojar y soltar mi nombre, por haber sido yo el perverso instigador.
El proceso que se me instauró resultó de lo más informal e inusual. Simplemente fui citado de manera verbal al despacho de Bonastre, donde tuvimos una conversación-interrogatorio y por la que logré advertir el papel que aquél -solapadamente- desarrolló con delicada estrategia inquisidora. Con los años me convencí de que Bonastre únicamente se limitó a medir mi supuesto grado de malicia y presunta mala intención, pero descubrió con natural convicción que mi verdad era contundente.
Debo confesar que hasta el día de hoy no logro recordar quién es el amiguito que he citado recurrentemente en este relato; pero, de seguro, puedo dar cuenta de su absoluta inocencia. Ambos frisábamos los 10 u 11 años de edad y estábamos en extremo distantes de pervertir nuestro mundo pueril.
El asunto terminó con el fáctico sobreseimiento del pequeño, breve e inútil proceso iniciado a instancia de dos bisoños y mojigatos docentes. Ellos me enseñaron innecesaria y muy precozmente –quizás también a muchos compañeros más- que existe la pornografía (y las mentes sucias).
La figurita jamás reapareció ni fue reclamada. Definitivamente alguien la levantó con destreza y la ocultó primorosamente. Tal vez, con el tiempo, inspiró a algún artista como Alberto Vargas, o algún coleccionista como Hugh Hefner.