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Cuando niño y hasta 1967, me acompañó la experiencia de una educación mixta y de inglés intensivo en un reducido espacio físico que evidenciaba su condición de ex-lujosa y atractiva casona del Distrito de Lince, que la gente mayor -con sumisa convicción- llamaba Colegio.
A mi corta edad no me era difícil advertir quizás la más grande desventaja de ese mi primer Colegio. Era notoria e incómodamente pequeño, pero supo obsequiarme dos grandes regalos para el alma, imposible de negar: Aprendí a leer en mi primer año de estudios y conocí a su Director y Fundador, un hombre noble, paciente y con una vocación pedagógica inundada de actitud paterna.
Era, por decirlo, el Colegio Familiar; donde primos y primas de la rama paterna nos iniciamos en la vida escolar por recomendación sugerida con autoridad por las tías mayores.
Sin embargo, para inicios del año siguiente, mi hermano y yo -en pleno y legítimo uso de nuestras vacaciones de verano- fuimos informados de un repentino cambio de Colegio, por recomendación sugerida con autoridad por una de las tías mayores.
Este cambio no era inmediato ni incondicional; para ello se requería superar la prueba de ingreso. No sé, hasta ahora, qué nivel de información recibieron nuestros padres en cuanto al proceso de ingreso al Salesiano; pero lo cierto es que eran nuestras vacaciones en un caluroso verano de 1968 y, para el examen, mi viejo nos confinó -a mi hermano y a mí- en un cuarto desocupado con vista a la calle de nuestra casa en San Miguel; exigiéndonos con ímpetu prepararnos en todos los cursos: cálculo (matemáticas), lenguaje, geografía, historia, niño y la salud y creo que hasta religión.
Las horas de estudio fueron maratónicas, tediosas, perversas, sacrificadas como debilitantes con tantos cursos y temas. En buena cuenta, la preparación para el examen fue un tormento al que se sumaba el suplicio de vernos tentados a dejar de lado todo esfuerzo y salir presurosos ante la provocación de los vecinos vacacionistas que se dejaba sentir tras nuestra ventana que daba a la ansiada calle.
Finalmente, llegado el día y luego de una embutida asimilación de seis cursos; ya preparados e instalados en nuestras carpetas del Politécnico Salesiano, frente a frente con el intimidador examen de ingreso nos dimos con la zorra sorpresa de que las preguntas se circunscribían solamente a matemática y lenguaje… ¡¡¡ptm!!! Afortunadamente ingresamos ambos…
Recuerdo claramente la elevada impresión que causaba en nuestro nuevo mundo un Colegio de dimensiones colosales y que albergaba con holgura a cientos de estudiantes, en aulas exprofesamente construidas para la docencia.
Los primariosos debíamos ingresar (y salir) por una reducida puerta del Jirón Don Bosco. Era cuestión de orden, habida cuenta la separación de los ambientes primaria y secundaria, considerablemente extensos.
Amplios patios para solaz del alumnado; canchas de fulbito y básquet; ambientes simétricos y ordenados, ubicados también de manera diferenciada para Primaria y Secundaria; baños apropiados y discretos en número suficiente. Una construcción relativamente reciente que ostentaba modernidad.
Lo mismo eran las aulas en su interior, de arquitectura funcional que garantizaba una iluminación pertinente y un emplazamiento adecuado. Había sido inaugurado en 1965 siendo primer Director el Padre Eugenio Pennati.
No obstante lo novedoso, noté algo que descompuso mi comprensión a simple vista. Al posicionarnos de nuestros sitios en el aula nueva, me desconcertó tener que ocupar carpetas visiblemente antiguas y provistas de un misterioso agujero circular en el ángulo superior derecho del tablero que, por posterior ilustración de los entendidos, habría sido un posa tinteros; propio de quienes antiguamente utilizaban la pluma y tinta líquida para la escritura manual, pues en su época no se conocía aún el bolígrafo. De alguna forma yo relacionaba esas viejas carpetas con los vetustos ambientes del Politécnico que poco antes tuve oportunidad de conocer con ocasión del examen de ingreso.
Este detalle resultó ser un visible contraste con el entorno moderno, y es que las carpetas con posa tintero no eran pocas y, hasta en ocasiones, eran así todas en un aula. Aparentemente revelaba una intrascendente manera de ahorrar en mobiliario. Sin embargo, con el paso de los años, todos los viejos pupitres alcanzaron a ser reemplazados por carpetas modernas; de esas que -paradójicamente- nunca faltaron en mi primera y pequeña Escuela.
Me entusiasmaba la idea de estudiar en un nuevo Colegio cuyas bondades ya me habían sido verbal y persuasivamente adelantadas durante el proceso de postulación, entre ellas la no obligatoriedad de uso de uniforme (salvo en ceremonias de importancia y previo aviso); también el novedoso curso de Educación Física (que en mi anterior plantel resultaba desconocido por impracticable); los nuevos amigos; los espacios más que amplios; por otro lado, no usaría más el aborrecible mandil guardapolvos que indistintamente usaban mujercitas y varones de mi anterior Colegio; y otras tantas cosas nuevas que estaban por venir.
Una de las inadvertidas novedades (o quizás advertida, pero de manera indiferente) era la presencia de curas como parte del profesorado y de la administración.
En mi condición de neófito practicante de la Religión Católica, no dejó de sorprenderme nuestra natural convivencia con curas docentes y curas empleados, paseándose por los patios y corredores del Colegio, exhibiendo los infaltables alzacuellos que los distinguía de inmediato aún sin lucir sotana.
Así se fue iniciando mi trayectoria en el Colegio Salesiano. Me significó el descubrimiento de una nueva fase que anunciaba mucho por recorrer. Era abril de 1968 y debía yo cursar el Tercer Año de Primaria, Sección “A”, a cargo del Sr. Guillermo Castillejo, en quien descubrimos después a un diestro guitarrista de música criolla que se prestaba gustosa y graciosamente a las actuaciones oficiales acompañado de su hermano -también guitarrista- con quien cantaban y tocaban a dúo. Mis compañeros del Tercero “B” de Primaria fueron confiados al Sr. Rodríguez (si mal no recuerdo el apellido); un Profesor muy alegre, jovial y campechano.
El calor subsistente de un verano fenecido se mostraba propicio para un comienzo acogedor y animado. Como una suerte de complemento de esta agradable bienvenida, recuerdo los altoparlantes en el patio de Primaria propalando -durante los recreos- música romántica del momento, como la recién lanzada: “ESTA TARDE VI LLOVER” de un joven, afamado e internacionalizado Armando Manzanero.
Nuestro Director de Estudios en la Primaria era un sacerdote de genio firme pero también jovial a quien todos llamaban Padre Yasuhara; apellido de origen japonés que no se condecía con su biotipo latino y hasta se prestaba para divertida confusión; como en aquella oportunidad en que la mamá de algún alumno se dirigió a él como Padre Guadalajara. Ameno malentendido que en lo sucesivo invocaba el cura, apelando al celo de todos los que le nombraban.
1968 fue el año de mi debut en el Salesiano y, coincidentemente, la despedida del legendario Horario Partido (Mañana-Tarde) que, a decir verdad, complicaba inútilmente nuestras labores y la de nuestros Padres; con el consecuente ocioso y desmedido gasto. Quizás el Horario Corrido (implantado en 1969) haya sido uno de los escasos aciertos, si no el único, que anotó el Gobierno Revolucionario (y golpista) de Juan Velasco Alvarado.
Me entusiasmaba ver las canchas de fulbito, con su campo delineado como también sus arcos simétricos y tridimensionales. Imaginarme en ellas tras la pelota y jugando a mis anchas con los amigos; después de tanto tiempo condenado al conformismo del fulbito pistero y anárquico del barrio. Pronto descubrí que las clases de Educación Física resultaron ser motivo indefectible de los partidos de fulbito, a manera de retribución o postre.
Pero como no todo es completo y nadie es perfecto en esta vida, la seducción del fulbito nos imponía la draconiana condición -sine qua non- de no proferir ruido alguno, ni siquiera hablando. Así lo tenía dispuesto nuestro Profesor Marcos León Santa Gadea; personaje de rostro adusto y carácter fuerte, ex alumno salesiano que durante los años cuarenta destacó como integrante del famoso Coro del Padre Kimmeskamp en la Basílica de María Auxiliadora y que en el año 1955 fue nombrado Profesor de Educación Física.
León nos tenía sometidos a un Fulbito Mudo; una figura casi imposible de digerir mentalmente; un entretenimiento tan insípido como luna de miel virtual. Por explicación de tal ocurrencia, no había otra que el evitar causar distracción o molestia para quienes se encontraban desarrollando clases en las aulas cercanas.
Recuerdo, cierta vez, haber sido víctima de mi insuficiente autocontrol durante uno de esos partidos de fulbito mudo. El rechazo de un compañero consiguió que la pelota se elevara a una altura considerable que, al descender, un contrario quiso ganar siendo yo el más próximo a él y en igual disputa; todo ello en una fracción de momento que hizo aflorar en mí al pistero atarantador que “te gana la moral” con un fuerte grito gutural, sugerente y disuasivo, como si dijera: ¡¡¡Esa es mía!!! al tiempo que la amnesia emocional te secuestra y entonces ninguneas a León, al fulbito mudo, a los compañeros en sus aulas, al castigo por venir y a todos los silentes que ahí estábamos recreándonos en modo autómata.
La reacción del Profesor León no se hizo esperar y desde considerable distancia lanzó la pregunta obvia y en alta voz: “¿¿¿Quién gritó???” De inmediato reflexioné que si la emoción me jugó una mala pasada, la honestidad me devolvería la tranquilidad. Corrí hacia él, me presenté con actitud humilde y me preguntó: “¿¿¿Qué pasó???” Mi respuesta fue inmediata y verosímil: “Disculpe Señor, se me escapó el grito.” Comprendió que pude yo haber roto el silencio, pero no la disciplina; y concluyó: “Vaya nomás…”
Los atractivos de nuestra vida salesiana no se limitaban al interior de nuestro Colegio. No puedo dejar de evocar los entretenidos momentos de espera sobre la Avenida Brasil, luego de cada salida diaria.
Después del último timbrado (o campaneo) que anunciaba empáticamente nuestro retorno a casa; algunos privilegiados con el beneficio de la “Movilidad” y otros compañeros de a pie, concurríamos en la vereda de la cuadra tres de la Brasil -casi esquina con el Jirón Don Bosco- seducidos por los vendedores ambulantes que allí frecuentaban.
En particular, nos maravillaban los cautivadores juegos y las novedades que exhibía -sobre la discreta moto con que se movilizaba- aquel hombrecito de mediana edad, bajo de estatura, parlanchín y con boina inglesa, a quien todos llamaban “El Truquero” en alusión a los pequeños y curiosos juegos de magia, trucos, retos e ingenio que nos ofrecía a módico y asequible precio. Compradores o no, era común ver el amontonamiento de los mirones que por ahí pululaban. Pero, como fuere, todo parecía indicar que al Truquero no le venía nada mal el singular negocio.
En mayo, Mes de la Virgen María, los preparativos para la celebración del día 24 eran de orden prioritario y devoción manifiesta. Abundaban los ensayos de canciones marianas, pues la tradicional Procesión convertía la fecha en un real portento y particular atractivo de Lima en general y del Distrito de Breña en particular. A nuestra preocupación y entusiasmo se sumaba la no menos significativa participación del vecino y dilecto Colegio María Auxiliadora; nuestra columna femínea e insustituible.
Cercanamente a la víspera, los pequeños del Tercero de Primaria fuimos sorpresivamente informados de que, por nuestra condición pueril, se prescindía de nuestra asistencia, presencia y participación en todo a lo que la Procesión del 24 de mayo atañe. Una suerte de apartheid etario por disposición superior, en función a nuestra vulnerabilidad física…y tenían razón.
Sólo nos quedaba esperar al año siguiente, cuando nuestra resistencia corporal fuera suficiente; todo lo cual indicaba que nos ahorramos, por el momento, un periplo agobiante…y teníamos razón.
En aquel primer año de estudiante salesiano recuerdo haber contemplado cómo, durante los recreos, o en espera al llamado de formación; los patios de Primaria se veían inundados de aficionados a la novedosa práctica de la Paleta Pelota; estrategia de mercadotecnia que logró subyugar al alumnado por cortesía de Kolynos y, con tanto poder que, trompos, canicas y demás pasatiempos se vieron opacados por esta moda.
Otro episodio -que vale mencionar por su singularidad- se vincula con la presencia de un Señor de edad avanzada, cabello cano que asomaba bajo la boina negra que siempre lucía como haciendo juego con su largo gabán oscuro y un maletín-sobre que cargaba siempre bajo el brazo.
Todos le llamaban “Don Rúa” (no importaba a nadie el real nombre); su sola presencia anunciaba el inicio de la diversión que -durante los recreos- el anciano fomentaba lanzando con fuerza, y en dirección a las canchas de fulbito, una bolita de jebe tras de la cual correteaba una parvada de alumnos en disputa por la evasiva pelotita. La pugna no era en vano, pues Don Rúa solía premiar al portador final de la pelotita, con algún figurín, cuento y otros impresos de contenido académico o católico, a título de obsequio.
Al parecer, el apelativo “Don Rúa” se debía a la visible e innegable semejanza física -según fotos de la época y diversas estampas- que nuestro personaje guardaba con el Beato Miguel Rúa, más conocido como el Sucesor de Don Bosco.
En fin, con medio siglo tras haber dejado el Colegio, nos resulta arduo recordar tantos detalles que enriquecieron el trajinar en ese primer año. Afortunadamente, los sucesivos grados de estudios nos tenían reservada una imborrable y fraterna convivencia hasta 1975 y aún más.