Pisando el Silencio

Por Goyo Mateluna


"La vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda,
y cómo la recuerda para contarla".

Gabriel García Márquez


Época de vacaciones de medio año, corría agosto 1973 y quedamos con un grupo de la mancha del colegio en ir a la casa de verano, en la playa San Bartolo, de nuestro compañero Hugo Vallebuona. La idea era excepcional, íbamos a tener a disposición la casa amoblada, con todas las comodidades del caso, solo para nosotros y por cuatro días. Manuel Quesada, el “Caballero de los Bares” Jorge Pizarro, el Vampi Víctor Fajardo, Kike Balabarca, Huguito el anfitrión y yo constituimos la manchita de seis cucarachos que en pleno invierno limeño decidimos pasar unos días junto al mar. Una vez que bajamos del ómnibus “El Maleño” –que hacía la ruta Lima a Mala-, en el arco de San Bartolo, bajamos nuestros pertrechos y no quedó más que caminar, “tirar pata” algo de quince cuadras hasta la casa de Huguito. Una vez llegados a la vivienda, nos encontramos con una morada amplia, limpia y confortable. Era bestial, no había nadie en las casas aledañas, y estábamos a menos de cien metros del Yacht Club de San Bartolo, asociación náutica que presumía contar con los mejores yates de la aristocracia limeña.

Cada uno de nosotros compramos víveres como para ir de camping: panes, latas de atún, de jamón, frejoles, arroz, galletas, fideos y otros comestibles secos, pero había un problema. Pregunté: ¿quién sabía cocinar? y de los cinco que estuvimos en ese momento poniendo los víveres en los anaqueles de la cocina, faltaba Quesadita, nadie sabía. Oh pequeño gran inconveniente pensé en mis adentros, hasta que éste arribó presuroso para comentarnos que el portero del club le dijo que el mercado estaba cerrado por refacciones hasta octubre; sin pensarlo dos veces Víctor, en un arranque de picardía, le dijo a Quesadita que por unanimidad él había sido designado para preparar el almuerzo de ese día, no quedándole a nuestro nuevo cocinero más que aceptar el encargo a regañadientes, diciendo que sabe muy poco o nada de cocinar.

Al momento de sacar su ropa y provisiones, a Kike se le cae al piso una botella grande de ron Cartavio. Lo devoramos con las miradas, el envase completamente destrozado, líquido regado en el piso. Todos miramos con furia a Kike, ¡una botella grande de ron menos!, de inmediato efectuamos un inventario de existencias… de trago: siete chatas de ron Pomalca, dos botellas grandes de ron Pomalca, una de pisco “saca roncha”, una damajuana de cachina –comprada en los alrededores de la plaza de Acho por Víctor-, y seis botellas familiares de Coca Cola (envases de vidrio, en esa época no habían de plástico), pensamos que no estaba mal el stock, nos debía durar, calculamos, para toda la expedición.

Era casi mediodía, el plan que elaboramos para ese lunes era almorzar y salir de pesca y lo que saquemos sería el rancho de la noche. Aquel día nos dimos cuenta que Quesadita era un cocinero excepcional, como buen hermano menor de cuatro, y por ser el más benjamín, los mayores le quitaban parte de su almuerzo y cena, no quedándole a nuestro compañero más que aprender a cocinar desde los diez años y no quedarse con hambre. Para el almuerzo nuestro amigo preparó arroz con frejoles y filetes de jamón; estuvo buenísimo, un manjar, y lógicamente por consenso fue nombrado nuestro maestro culinario.

A eso de las 2.30 pm, Hugo conversó con el encargado del Yatch Club para que un motorista nos lleve en un bote pequeño -que tenía su padre acoderado en el club- a pescar en medio del mar. Para la mayoría de nosotros fue una experiencia nueva, a excepción de Hugo y Quesadita. El motorista, como buen hombre de mar, nos preparó la carnada para coger buena pesca. Pidió un par de pescados pequeños a uno de sus colegas, y cuando llegamos a medio del mar, apagó el fuera de borda y se puso a elaborar varias carnadas descuartizando con un filudo cuchillo ambos peces para que los podamos colocar en nuestros anzuelos. Yo por esos años no comía pescado, más que todo, asumo, por su penetrante olor y porque en casa a mi padre nunca le gustó. El fuerte olor de los pedazos de pescado, la marea que estaba ligeramente movida, más la lenta digestión del suculento almuerzo preparado por Quesadita, hizo que tenga mareos y náuseas, paralelamente Kike y Jorge estaban en lo mismo que yo, que fui el primero en vomitar, eliminé todo el almuerzo, desayuno y creo que la cena del día anterior; me sucedieron luego ellos. Ante este panorama, optamos por la retirada, siendo la pesca de la jornada cuatro “borrachos” -pescaditos de poca monta- y tres pálidos y desmejorados salesianos.

Llegamos a tierra, fuimos a la casa para descansar y luego de transcurridas algo de tres horas, estuvimos los seis como nuevos y expeditos para la próxima aventura: tomarnos los primeros tragos del paseo, pero teníamos hambre, había que “hacer la camita”. Cada uno devoró tres o cuatro sándwiches de atún (yo panes con mantequilla y jamón enlatado) y listo. Había llegado la hora del brindis: por estar juntos en la playa, por estar en grupo disfrutando las vacaciones y porque al día siguiente Hugo nos iba a llevar a conocer una playa, que decía, van puros tablistas y unas chicas muy bonitas.

Al día siguiente nos levantamos temprano, y si bien es cierto estuvimos cansados la noche anterior por el viaje y la pesca, y “apenas” consumimos cuatro chatas de ron, más pudo nuestro ímpetu de disfrutar las vacaciones. Mientras deleitábamos del desayuno, lógicamente preparado por Quesadita, Hugo nos comentaba que era una playa que su padre le había hecho conocer, el acceso era restringido, no se podía llegar en auto a esa parte del litoral, y desde la carretera Panamericana solo se vislumbraba una inmensa pampa.

Durante las dos y media horas de una ruta espectacular, caminando por cerros y litoral, Hugo nos explicaba que al parecer esa playa la descubrieron un grupo de surfistas y deportistas, a fines de la década de los 60's, tiempos en que las playas del sur de Lima estaban comenzando a ser visitadas por bañistas, y no faltaban los tablistas corriendo las olas en aquel espacio. A esta playa, a la que se llegaba caminando desde la antigua carretera Panamericana Sur, justamente en el kilómetro cuarenta, estos la bautizaron como “El Silencio”, debido a que no se escuchaba ningún ruido de la civilización. Mientras íbamos conversando, viendo el hermoso panorama, escuchando el parejo resonar de las olas, el chillido de los piqueros en el aire, respirar aire limpio, nos parecía estar en otra dimensión, y nos preguntamos ¿cómo es que estando tan cerca de Lima, podía cambiar tan rápido el paisaje, acompañado de tranquilidad y sobre todo de tan hermosa vista?

Continuábamos con nuestra amena charla, hasta que bajando del último cerro vislumbramos una preciosa bahía de forma curva. Pisando ya ésta, apreciamos su pulcra arena blanca y gruesa. Era “El Silencio”.