Carlos Velarde Villar
Siniestra Sincronía
Nuestro Perú es -entre otras cosas- una mixtura de razas, colores, culturas, idiomas y dialectos. Somos una nación resultado de la conquista hispana que, a diferencia de otros colonizadores europeos, terminó por fusionarse étnicamente con los conquistados; a más de trocar nuestras costumbres y fe en una transculturización de proceso complicado y que José Santos Chocano resume en su afamado poema Blasón: “La sangre es española e incaico es el latido”.
La inmigración negra en la época de la Conquista y la inmigración amarilla en los años tempranos de la República, se sumaron al cóctel racial y los peruanos resultamos siendo el “No te conozco” del que nos habló alguna vez nuestro ameno y recordado Profesor José Flores.
Sin embargo, la Historia nos ilustra que los españoles introdujeron el término “Cholo” como un medio para distinguir a los de raza mestiza; en buena cuenta, a quienes no eran blancos o criollos. Pero este trascendido lenguaje selectivo que en muchos casos importa una expresión familiar de mucho cariño, acabó convirtiéndose también en un adjetivo poderosamente peyorativo en nuestro medio. La única distancia, entre uno y otro caso, es el contexto.
El consabido “Cholo” tampoco escapa a la posibilidad de uso en modo “chapa”, “apelativo” o “apodo”; y es así que, por fuerza de la costumbre, viene manejado como una suerte de pre-nombre aterciopelado, sin malicia ni mofa. Reitero, el contexto es la distancia.
En 1974 cursábamos el Cuarto Año de Secundaria. Ya llevaba trascurridos casi siete años en nuestro Colegio, con una trayectoria de principio reconocida (con diplomas de la imprenta salesiana), no sólo a la conclusión del año escolar sino también con el diplome du petit que se entregaba mensualmente de forma pública en el patio de Primaria. Sin embargo, esa mi “partida de caballos” sólo me duró hasta concluir el Primero de Media; cuando recibí, por última vez, un Diploma de Aprovechamiento.
En realidad, este cambio fue por decisión reservada, propia y deliberada. La presión familiar (no solo en casa sino también en reuniones con parientes) era abrumadora, demandándoseme constantemente no abandonar mi ejemplar dedicación al estudio como tampoco los primeros puestos tan disputados con dilectos compañeros. No era nada simpática esta influencia camuflada e intimidante de terceros (cuyo rendimiento escolar ya hubiese yo querido comprobar). Supongo que en la época, resistir estoicamente esta especie de cargamontón moral, debía ser una de las causas pioneras del estrés (palabrita impensable para 1972).
Sin embargo, aun cuando renunciaba a los primeros puestos, decidí conservar mi incuestionable preocupación por el orden y cumplimiento de tareas asignadas.
Así, pese a mi renuncia como el chancón, pude rescatar alguna forma de reconocimiento moderado por parte de la Familia y de los docentes; al punto de haber sido designado Brigadier precisamente en 1974 -año de la historia que inspira el presente relato.
Un día como tantos, después de la salida, nos desplazábamos por el Jirón Cervantes en compañía de José Matzuda Yasuda y otros amigos, con dirección al paradero de nuestro Bus, ubicado en la Av. 28 de Julio.
El Jirón Cervantes no era muy concurrido como otras vías de acceso a la Av. Brasil. Los autos que por ahí transitaban no eran muchos como caracterizaba a la zona; de manera que tenían a su disposición una amplia pista para un tránsito holgado y recorrido tranquilo; como también casi silencioso y apacible.
José Matzuda era uno de mis más allegados y mejores amigos. Solíamos formar grupo dentro y fuera del Colegio y a veces hasta nos invitaba a su Panadería de La Victoria para compartir alfajores y empanadas que él generosamente nos invitaba.
Sucedió que en el trayecto al paradero, Matzuda, con visible preocupación y necesidad, me requirió -en préstamo- uno de mis cuadernos sobre un curso que no alcanzo a recordar. Era precisamente un cuaderno que -ese mismo día y con anticipación- ya habría pasado en calidad de préstamo a manos de nuestro simpático compañero Washington Delmer Cornelio Fuster. Así se lo hice saber a Matzuda, quien no pudo ocultar su mezcla de enfado, decepción, angustia y frustración.
Seguimos caminando unos cuantos pasos más. Yo pensé que el asunto había quedado ya claro e irreversible.
De pronto, Matzuda, con inocultable molestia me reclamó: “DE VERDAD, LE HAS PRESTADO TU CUADERNO AL CHOLO ???” (en modo apodo, mote, sobrenombre…)
Le hice, por toda respuesta, un gesto de reiterada e invariable negativa y, mientras seguíamos caminando, un auto mediano de color celeste se detuvo, como buscando nuestra atención. De pronto, el conductor del auto, con cara muy familiar y mirándonos enfurecido y violento soltó la amenaza: “¡¡¡VAS A VER MAÑANA MATZUDA, VAS A VER MAÑANA!!!”
Arrancó el auto y se fue sin más.
Matzuda y yo nos miramos tremendamente sorprendidos. Ninguno de nosotros había actuado mal. ¿¿¿Qué tiene??? ¿¿¿Qué le habrán contado ??? No caíamos en cuenta de tanto odio en esa advertencia. Inmediatamente Matzuda -previa rebobinada mental del cassette- concluyó: “Me ha escuchado cuando yo dije CHOLO, y ha creído que era para él“ (y, además, en modo cachaciento).
Sí, debe haber sido eso pensamos y nos sacudió la cólera por tan salada e infeliz coincidencia, pues quien así reaccionó era el mismísimo Profesor Wenceslao Moisés Aedo; quien acababa de escuchar algo que removió los conchos de sus más tortuosos recuerdos.
Al día siguiente y a primera hora, el Profesor supuestamente aludido hizo llamar a Matzuda hacia la Oficina de Disciplina. Me tranquilizaba la idea de que una buena explicación podría acabar con el asunto y pensé que eso estaría ya en manos de Matzuda.
Sin embargo, pasados unos cuantos minutos, el mismo Profesor Moisés fue a buscarme al salón y pidió al Profesor de turno me conceda permiso para salir. Así fue y, al encontrarme con Moisés en el pasillo de secundaria, me exigió una explicación. Fue entonces que, inexplicablemente, la seguridad que me escoltaba (por mi ajenidad e inocencia con el asunto) se vio traicionada por un estúpido nerviosismo que enredó mis palabras dando a entender que era yo quien profirió el calificativo prohibido. Quise arreglar el enredo verbal, pero el ofuscamiento del presunto afectado sofocó de un grito mi conato de explicación y fui a parar a la Oficina de Disciplina, junto a José Matzuda.
Acabamos los dos empapelados con una citación a nuestros Padres; citación para el momento. Salimos ambos del Colegio y, al cruzar la Av. Brasil, nos encontramos con nuestro buen amigo y compañero de salón Miguel Málaga, quien cómodamente disfrutaba de una recientemente destapada gaseosa, en la puerta de una bodega que ahí hubo alguna vez. Al parecer, Málaga había llegado tarde al Colegio y no pensaba entrar aún.
Le explicamos brevemente el problema, incidiendo en la malnacida coincidencia de hechos que desencadenaron un malentendido injusto. Él nos escuchó con serenidad y paciencia -como un buen amigo que se involucra y empáticamente busca una inteligente salida- y con actitud de persona madura sentenció la solución: “Fácil, pues. Díganle que él no es el único cholo”.
Quizás nos alegró el momento, pero no sirvió para nada; salvo para perder tiempo.
Matzuda se fue por su lado y yo hice lo propio. Cada quien, en ese momento, debía traer al Colegio a su respectivo Padre (de donde estuviera).
Busqué al viejo en su Oficina de Electroperú y lo puse al tanto del problema y de la citación personal. Bajamos al sótano del Centro Cívico (recién construido) donde se encontraba estacionado nuestro auto. En el camino al Colegio, mi Padre me iba ministrando dosificadas gramputeadas, al tiempo que calificó mi explicación como un Trabalenguas, por lo desgraciadamente enredado del asunto.
Ambos viejitos, el de Matzuda y el mío, tuvieron la entrevista con Gárate y Moisés. Sólo los Padres con los Profesores. Concluida la reunión, mi Papá, algo mucho más calmado, me comentó: “El Papá de Matzuda ha sido hidalgo y enfático en reconocer que tú no tienes nada que ver en el problema y por eso quedas excluido de toda responsabilidad”.
Todo volvió a la normalidad, salvo algunas secuelas como mi subrogación en el cargo de Brigadier por gestión evidente del Profesor Moisés que, desde ese entonces, cambió su actitud hacia mí de manera inocultable; transformándose injustamente en una relación áspera y huraña.
Nunca sentí rencor, resentimiento, animosidad, odio ni mucho menos hacia el Profesor Moisés; aun cuando la verdad me asistía y así quedó demostrado. Por el contrario, mi trato con él siguió siendo reverencial y sumiso, al punto de incluirlo desmesuradamente en una de mis más apreciadas y devocionales actividades: el Dibujo.
Me pregunto a veces si, después de 50 años, el tiempo habrá conservado alguno de los diversos dibujos (fueron muchos) que dediqué a nuestro Profe Moisés, en la noble intención de perennizar su peculiar imagen. Había camisas pintadas al plumón como recuerdos de fin de año; ensayos en la pizarra; cuadernos de tantos compañeros (no solamente de la Promoción). En 1975 y con ocasión de la Fiesta del Colegio (casi finalizando el año) las paredes del Patio de Secundaria fueron sistemáticamente decoradas con afiches que promocionaban las diversas actividades de interés. Eran sendos pliegos de cartulina que anunciaban la Kermesse, el Campeonato de Fulbito, la Tómbola, las rifas y otros, al tiempo que -por mi intromisión- exhibían imágenes caricaturescas del Señor Moisés participando -debidamente ataviado- en cada una de ellas. Deliberadamente se omitió consignar nombre alguno, ni figuraba alusión escrita directa o indirecta. Eran caricatura pura; suficiente para suscitar reacciones de celebración; de esas que -cuando te pican- no sabes dónde rascar.